viernes, 16 de julio de 2010

El dichoso Mundial


No me gusta el fútbol.

El fútbol me gustaba cuando era chico (un crío, chico he sido siempre), me gustó hasta que llegué a la adolescencia. Hasta aquel entonces bastaba con ser del equipo local, alegrarse por sus victorias y acostumbrarse a sus derrotas, pasar por alto las subidas de tono y sentir los colores. A partir de mis 15 años descubrí que el fútbol era un negocio. El club de mi infancia (nuestro Real Zaragoza) era una empresa que se ocupaba de comprar jugadores que prometían, darles minutos y, en cuanto comenzaban a despuntar, venderlos al mejor postor. Había dejado un club donde hacer carrera, donde los integrantes cobraban un buen sueldo que no un despropósito, donde cada deportista se comía el campo luchando por cada palmo de terreno, donde cada uno de ellos reconocía en los medios de comunicación que Zaragoza se había convertido en su nueva casa. Habían pasado a ser mercenarios, prostitutas deportivas. Desengañado del fútbol, éste dejo de interesarme volviéndome un apático para los deportes hasta día de hoy.

No me gusta el fútbol.

Y sin embargo llega el mundial y es imposible mantenerte al margen. Y menos siendo español. Al orgullo descabezado español se suman en el momento actual penurias económicas, pesimismo y una degradación total de los valores tradicionales. En un principio me posicioné en contra de todo este bochornoso espectáculo porque creía (y no sin razón) que, a modo de circo, el compromiso deportivo se utilizaba por las autoridades para enmascarar durante una temporada la mala gestión del país y para hacernos tragar lejía por un tubo (la reforma laboral que deja España a merced del neoliberalismo y la precariedad se aprobó el mismo día que España jugó su primer partido, que vergonzoso, que falta de respeto a la inteligencia de los españoles que, sin embargo, se la comieron con patatas). Sin embargo, a raíz de comentarios de amigos, de artículos de prensa y de las propias sensaciones viendo algún que otro partido me di cuenta de que, si bien el campeonato se utilizaba por unos pocos para manipular a unos muchos, también es cierto que estos muchos asistían al espectáculo deportivo de buena fe, sin considerarse engañados, sin considerar al futbol un valium para combatir a la crisis, disfrutando de lo que todavía conciben como deporte en estado puro... exactamente con la misma ilusión con la que me tragaba yo hace muchos años los partidos de nuestro Real Zaragoza.

Así pues, ¿quién soy yo para quitarle la ilusión a nadie?


Aquí en Alemania el Weltmaisterschaft se siguió generalizadamente por toda la población con fervor, grandes dosis de ruido, mucho alcohol y banderitas. Aquí en Alemania, como en España, no es muy glamuroso exhibir abiertamente símbolos nacionales (a mi personalmente me fastidia de sobremanera ese nacionalismo barato de bandera). Sin embargo los hamburgueses adornaron sus coches con banderitas en sus ventanillas y sus retrovisores y gozaron cada victoria de su equipo hasta el último partido. Eso si, lo hicieron con asombrosa deportividad. Dos ejemplos quedarán en mi recuerdo: el primero de ellos fue la derrota Alemana frente a Serbia tras la cual pude ver a decenas de personas bastante alcoholizadas por Repeerbahn portando banderas serbias que mientras gritaban, bailaban y se tambaleaban (llegando a rodar por el suelo en más de una ocasión) eran felicitados afectuosamente por los aficionados alemanes; el segundo momento que siempre recordaré con cariño acaeció durante el partido que enfrentó en semifinales a España y a Alemania. Vimos el partido en la "Casa de Galicia" de Hamburgo (regentada por portugueses) ya que nos pareció más seguro ver el partido "en casa". Allí estábamos unos 100 españoles residentes en Hamburgo y una curiosa criatura: un alemán vestido con la equipación de Alemania (casado con española que le obligaba a estar allí en aquel momento) que al final del partido se dedico a ir español por español dándonos la enhorabuena por la victoria de nuestro equipo. Todo un señor





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